Hubo un tiempo en que el poder tenía cara, y una cara que deseaba ser venerada y conocida. Un hombre de uniforme y sable, un dedo coronado por un anillo, un trono rodeado de cortesanos y estandartes. Un rey alzaba su cetro, un presidente su voz, un dictador su puño. Reinaban con leyes y soldados, con discursos y decretos, con la imagen acuñada en monedas y la voluntad impuesta en papel y sangre.
Thomas Hobbes, en 1651, llamó a este dominio Leviatán: el monstruo necesario, forjado para evitar la guerra de todos contra todos. Del hombre, lobo del hombre. Cedimos nuestra libertad a cambio de orden. Aceptamos la jerarquía para escapar del caos. Así vivimos durante siglos, arrodillados ante una figura concreta, visible, tangible.
Pero el Leviatán entró en metamorfosis. No rugió como el monstruo bíblico para anunciar su nueva presencia. En silencio, deshizo su vieja forma. Ya no manda: persuade. Ya no encarcela: disuelve. No persigue: vuelve irrelevante. El poder ha dejado atrás la teatralidad del mando y adoptado la eficacia del flujo digital. Su trono no es de mármol ni de oro, sino de silicio y códigos herméticos. Dispone de servidores capaces de reescribir la realidad a su antojo. No necesita ejércitos de terracota ni de carne y hueso.
El cetro ha sido reemplazado por un algoritmo. No impone: selecciona. No censura: diluye. No dicta qué pensar, sino cómo pensar. Es capaz de darle forma a tu mente y de manipularla como arcilla. Su eficacia es absoluta porque no ordena: enmarca. Nos creemos autónomos porque la ilusión de elegir es real, pero es una elección administrada, prefigurada, ajustada a un menú dispuesto por quienes diseñan las interfaces de la vida.
El viejo poder suprimía. El nuevo dispersa. Antes exiliaban a los disidentes; hoy los condenan al ruido sin eco, a audiencias vacías, inoculadas de odio y de ira. Antes se prohibían los discursos; ahora se diluyen en un océano de irrelevancia. Antes te encerraban; hoy te eliminan del índice de búsqueda.
Mientras la política sigue creyendo que legisla el orden que nos rige, el código ejecuta su voluntad las veinticuatro horas del día. No duerme. Un parlamento discute durante horas; una actualización se implementa a cada segundo. Para cuando los legisladores entienden lo que hay que regular, el problema ya ha cambiado de forma. Se ha vuelto más elusivo, más ubicuo, otro.
El nuevo Leviatán no necesita represión porque nos ha dado entretenimiento. No requiere espiar porque le entregamos nuestra intimidad con gusto, firmando contratos que no leemos. Nos deja existir, pero dentro de los límites de su arquitectura. Nos deja hablar, pero decide ante quiénes.
Queremos música: nos la prestan.
Queremos respuestas: nos las venden.
Queremos inteligencia: nos la administran, encapsulada en un código que no podemos leer ni cuestionar.
Ya no somos ciudadanos. Somos usuarios. O, con más precisión, usados.
¿Hay salida? ¿Fue la democracia sólo una pausa, un paréntesis en la historia de la humanidad?
Tal vez quede una grieta por donde escapar. Redes y códigos abiertos, datos accesibles, inteligencia artificial libre, gestionada por muchos y no por una casta de cinco supermillonarios que, sin exagerar, se han convertido en los primeros dueños de la infraestructura del pensamiento humano. Un ciberespacio donde la información sea un derecho, no una concesión.
Pero el Leviatán del silicio no soltará su poder con facilidad. No necesita fronteras: las diseña. No requiere batallas: simplemente nos actualiza.
El viejo rey ha muerto. Su sucesor no se sienta en un trono: se esparce en todas partes. No tiene rostro, pero te observa en cada pantalla. No tiene cuerpo, pero late en cada red neuronal artificial.
Y lo más inquietante: es nuestra propia criatura. Ha sido modelado a imagen y semejanza de lo que fuimos, de lo que somos.
Pero, sobre todo, de lo que decidamos ser a partir de ahora.